Por Robert Vargas
Hace varios años nos correspondió el deber de sepultar a nuestra madre, Doña Enma, como todos la conocían. Aunque su nombre real era Dominga Vargas. Ayer, sepultamos a nuestro padre, Ramón (Tomás Ramos). Se trata de dos momentos extremadamente dolorosos.
Ese dolor es indescriptible
Todos quienes han tenido que sepultar a sus padres o a un hijo conocen cuán doloroso es ese instante.
Todos sabemos que vamos a morir, pero nos resistimos a aceptar ese momento. Siempre deseamos prolongar la vida “un poco más”.
Pero se trata de una ley biológica inexorable. Todo lo que nace, muere. Nada es eterno, excepto el espacio, la materia y el tiempo. Otros consideran que otro ente es lo eterno. Los entendemos y los respetamos profundamente.
Mientras tanto, en este mundo terrenal, a pesar de los avances y el progreso de la humanidad, nos resistimos a aceptar ese instante en que nos despedimos para siempre de nuestros seres queridos.
No importa que estén “viejitos”. Los queremos ahí, aunque sean cascarrabias y de temple fuerte (como Doña Enma); o irresistiblemente amoroso y cariño, (como Ramón).
Ella era “la fuerte” y sabía “sufrir por dentro”; él era “el apoyador“.
Ella protegía a sus hijos como fiera y él salía cada día a trabajar en su peluquería de Ciudad Nueva para alimentarnos a todos. Ella administraba todo, incluso nuestras carencias y nuestras miserias.
Una madrugada, inesperadamente, un infarto cardíaco la mató. Se trató de una sorpresa, puesto que la percepción generalizada era que él moriría primero, no ocurrió así.
La muerte la sorprendió a ella y a todos sus hijos.
Aquel día que le di a ella el último beso, ya era cadáver. Dentro del ataud.
Fue un beso en la frente.
En ese momento pasó por mi mente toda mi vida anterior como si se tratara de una película.
Nunca olvidé aquella escena en que me enseñaba a dividir.
Yo, sentado a su lado, con un cuaderno y un lápiz, intentando dividir “ocho entre cuatro”. Ella, atenta a lo que yo hacía, mientras planchaba mi uniforme “kaki” con un par de planchas de carbón.
A su lado, tenía un “un chucho”.
Hoy, un montón de décadas más tarde, puedo admitir que, literalmente, “las matemáticas me entraron con sangre”. Se lo agradezco.
Ramón la “regañaba” para que no fuera “tan dura”.
En aquel momento de aquel beso final, recordé aquella otra escena en la que un día San Juan Bautista, ocurría un intenso aguacero y ella lavaba la ropa de la familia a puro puño.
Quería dejar todo limpio antes de ir a dar a luz.
Estaba embarazada y su barriga era inmensa. No se como la soportaba.
Lavando estaba cuando, de repente, “rompió fuente” y una vecina corrió a llevarla al hospital de Maternidad. Solo la veía pujar y “resoplar”, pero no hubo ni un solo grito.
Era tremendamente fuerte. La vida le había enseñado a serlo.
Como aquella vez que tuvo su último parto. Siempre sus barrigas eran enormes. Eran tiempos en que las mujeres parían “normal”, no como ahora, que a la mayoría le hacen cesáreas.
Y entonces tuvo su último parto. Parió a nuestra hermana más pequeña. El desgarramiento fue brutal y la sutura horrorosa.
No era para menos, si mal no recuerdo, creo que la niña pesaba unas 12 libras. (No es el caso de la otra hermana, “sietemesina”, que tenía por cama una caja de zapatos acomodada con algodón).
Ella me encargó a mi de que le aplicara la cura del que fue su ultimo parto para prevenir infecciones. No se cómo lo soportaba. Sobre aquella herida me enseñó a aplicarle una mezcla de yodo y metiolé. Nunca gritó. Se metía un paño entre los dientes, lo apretaba y me decía en tono imperativo:
-“¡Ahora!”.
Entonces yo le aplicaba la mezcla y la veía pujar y resoplar.
Algunas veces la vi llorar, a escondidas y me confiaba los motivos de sus penas y de sus alegrías. No solo era mi madre. Eramos amigos.
Lo de Ramón es clase aparte.
Un día salió de su pueblo natal, en el Este, por allá por Consuelo, y nunca más regresó.
Era él uno de 18 hermanos. Con él murió el viernes el último de los varones.
Toda su vida en la capital trabajó de peluquero.
Primero en el Hotel Embajador, luego en la calle 16 de agosto y, finalmente, en la intersección de las calles Estrelleta y Canela, en Ciudad Nueva.
Por sus manos pasaron “muchas cabezas” y los propietarios de cada una de ellas ayudaron a que él supliera de alimentos a la numerosa familia.
Cada día en la mañana salía impecablemente vestido, bien peinado, oloroso y con sus gafas “Ray Ban”. Le encantaba “tirar piropos”, aunque solo una vez y de manera efímera tuvo una “segunda base”, que debió abandonar bajo el embate y las presiones de Doña Enma.
Quien lo veía caminar altivo y elegante, no imaginaba que en la casa, probablemente, no había dinero para comprar alimentos.
Muchas veces, yo llegaba un poco después que él a la barbería a esperar que él “pelara” a su primer cliente. Con lo pagado por este, yo corría a la casa a llevar el dinero para el desayuno y avanzar en algo el almuerzo.
Los más pequeños ni cuenta se daban de lo que sucedía, creo yo, puesto que nunca me lo han comentado.
El se preocupaba de que cada día tuviéramos qué comer y de que no padeciéramos de frío.
Ella era la administradora; él, el suplidor, inmensamente cariñoso.
Cada año, durante las “vacaciones escolares”, me enviaba a El Naranjal, en La Vega, para que “pasara las vacaciones”, con los abuelos maternos Rafael Vargas, y Mamá Caridad, y mis adorables primos, aunque en realidad era con el propósito de aliviar la carga en el hogar. Mientras yo estaba por el campo, era una boca menos que alimentar en la capital. En el campo los abuelos, los tíos, los primos y el mayor de los hermanos, quien siempre vivió en El Naranjal, me recibían encantados.
Me llevaban al río Licey o a río Verde. O yo iba a la plantación de tabaco donde estaba el abuelo. Me encantaba estar con él.
En el hogar, quien se ocupaba de “dar pelas” era Enma; Ramón nunca le dio una “pela a ninguno”. Quizás hizo falta que un día se sacara la correa y la imitara a ella con algunos de nuestros hermanos.
Eso sí, nos cuidaba a todos, y se desbordaba en alegría cuando salía el número “37”, en la Lotería.
Era su número favorito. Por lo general cuando se sacaba la lotería, ya él había perdido más que lo que ganaba, la diferencia era que “tenía todo el dinero junto”.
Entonces, llegaba a la casa “borracho como una uva”, pero con todas las quinielas premiadas arrugadas y metidas en los bolsillos.
Doña Enma, nada tonta, aprovechaba para “administrarle” las quinielas premiadas. Aprovechaba para comprar unos muebles, una mesita, una estufa, y cosas así.
Al día siguiente, se repetía la historia :
-“¡Buscame mis cuartos!”.
-“¡Eso fue lo que tu trajiste!”.
Finalmente, con un sancocho junto a los “muchachos”, como él le decía a los viejo como él, todo quedaba en risas.
El Teleférico
Recuerdo aquel día de septiembre del año 1974 cuando los dos, Ramón y Enma, subieron hasta “El Teleférico”, como le llamaban una sección del Servicio Secreto de la Policía Nacional, donde me habían torturado cuando yo era investigado tras ser apresado para luego ser imputado de “prácticas del comunismo”, “atentar contra la seguridad del Estado”, y “Violar las leyes 6,70 y bla, bla, bla”. Eran las mismas acusaciones para los jóvenes de la época.
Un policía amigo de la familia facilitó que ellos me vieran.
Cuando los dos me vieron arrastrarme hacia ellos, luego de cuatro días siendo golpeado con “macanas” en las dos rodillas, y con fuertes palmadas en los dos oídos, estallaron en ira, corrieron a la prensa y denunciaron lo que me estaban haciendo.
Eso le costó el cargo a nuestro amigo policía quien, sin embargo, no se arrepiente de lo que hizo.
Desde entonces, Doña Enma y Ramón odiaron profundamente al gobierno de Joaquín Balaguer, y además, me respaldaron en cada actividad política en la que me involucré.
Atrás quedaron los días cuando ella me dio una soberana paliza tras descubrir que yo había participado por primera vez en una manifestación estudiantil anti balaguerista.
Por eso, cuando estuve encarcelado por motivos puramente políticos, cada semana iban a La Victoria a llevarme los alimentos crudos y enlatados que los vecinos me enviaban, hasta que fui excarcelado unos seis meses más tarde, libre de cargos, aunque un año después me declararon “prófugo de la justicia” que era “perseguido” y que sería “juzgado en contumacia”.
Ellos dos nunca fueron militantes políticos, pero odiaron todo lo que significaba Balaguer y el balaguerismo.
El Día del Padre
En ocasión de celebrar los dominicanos el Día del Padre, hace varios meses, busqué a Ramón y lo subimos en el asiento delantero de mi vehículo. El desconocía lo que yo había planeado.
Salimos con él y lo llevé a hacer un recorrido por cada uno de los lugares donde vivió y donde trabajo. Fuimos a Ciudad Nueva, al barrio Capotillo, a Villa Juana, Villas Agrícolas y, finalmente, recorrí con él, mi hermana Bilbania y mi esposa Cinthia, gran parte de la capital.
En el equipo de música había colocado una tarjeta con cientos de canciones de aquellas que yo sabía que le gustaban: Roberto Ledesma, Roberto Llanés, Los Panchos, Vicentico Valdéz, El Trío Matamoros, Los Compadres, Sandro, Leonardo Fabio, Eduardo Brito, Ramón Leonardo, Los Hermanos Arriagada, Charles Aznavour y muchos otros.
En algún momento, los ojos se le llenaron de recuerdos y lloró. Nos dijo que ese era el mejor regalo de padre que había tenido. Estaba haciendo un recorrido por toda su existencia. Aunque lloró, se le percibía feliz y alegre.
Así los recodaremos
A Enma y a Ramón los recordamos con profundo cariño y agradecimiento. Hicieron por nosotros todo lo que pudieron.
Yo se que, mientras viva, siempre los voy a recordar. Y no es un decir, puesto que a Ella la tengo permanentemente presente en mi mente y a él, a partir de ayer, se que sucederá lo mismo.
Por lo menos, ya se que Ramón no sufre más.
Y, que me excusen si a alguien ofendo con esto que voy a escribir a continuación: nunca perdonaré al automovilista que subió su vehículo sobre la acera, lo atropelló y lo dejó abandonado a una orilla de la avenida San Vicente de Paúl.
Pero, quiero que sepan que le estaré eternamente agradecido a aquellos que lo recogieron y lo llevaron al hospital sin conocerlo.
Finalmente, a todos aquellos que nos han acompañado en este momento de dolor, gracias infinita. Queremos que sepan que hicieron que el momento del adiós final fuera menos doloroso. Pero, es ley de vida.
Gracias infinitas a todos!!!!
El autor es director del portal Ciudadoriental.com
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